Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

sábado, 17 de mayo de 2025

CANONIZACIÓN DE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS - SERMÓN DEL PADRE MARTIN EN EL CARMELO DE LISIEUX

 

 EL GRAN TRIUNFO DE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS

 

Su canonización triunfo de la humildad y del amor.

  


Sermón predicado en la capilla del Carmelo de Lisieux

el día de la canonización de la santa, 17 de mayo de 1925.

 

Por el PADRE GABRIEL MARTIN (1873-1949)

Missionaires diocesaines aux oblates de Lisieux.

 

 

“…se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por eso Dios le sobreensalzó y le dio el nombre que es sobre todo nombre”.

(Filip. II, 8)

 

Reverendas Madres, Hermanos,

 

¡Qué bello es el espectáculo que el universo nos regala hoy!

En Roma, las grandiosas celebraciones de la canonización culminan en una apoteosis.

Aquí, nuestras almas saborean en la contemplación y en la paz una alegría que no es de esta tierra.

De un polo a otro, millones y millones de cristianos aplauden el triunfo de su querida santita.

Pero hay algo aún más hermoso que quisiera ver.

Me gustaría ver lo que ocurre en el cielo. Porque también el cielo, todo el cielo, está de fiesta.

Los ángeles están celebrando -¿y cómo no iban a estarlo?- este gran triunfo de su hermanita en la tierra.

La gloriosa procesión de las vírgenes, de las que la Virgen de Lisieux es uno de los más bellos adornos, está de fiesta.

Se celebra también a los mártires, de quienes ella fue émula en tan alto grado.

Celebran los confesores, los apóstoles, los profetas y los patriarcas, a quienes un día pidió tan encarecidamente que le alcanzaran su doble amor, y que hoy ven ese mismo amor honrado y coronado en su persona.

Y, sin duda, el grupo más gozoso no eran los innumerables niñitos y otros «ladrones del paraíso», a los que había tomado como modelos y protectores y que, no sin legítimo orgullo, podían decir a todos los grandes héroes de la santidad: no fue imitándoos a vosotros, gigantes, sino siguiendo las huellas de nosotros, los pequeños, como llegó a ser tan santa y a elevarse tan alto.

Pero fue también siendo una perfecta carmelita. Y la familia carmelita del cielo, entre todas las demás, se regocija al ver a Santa Teresa de Ávila y a San Juan de la Cruz recibir a su lado y coronar con sus manos a la primera santa de su Orden, canonizada desde la Reforma.

¿Qué decir ahora de la alegría inefablemente dulce de todas esas pequeñas víctimas del Amor misericordioso de Dios, cuya legión, alistada a su voz y bajo su estandarte, es ya tan numerosa en el cielo?

Pequeñas almas de las cuales muchas nos son conocidas y cuyos nombres recordamos tan dulcemente en esta hora; que tanto la amaron en la tierra y que tanto deben alegrarse de su triunfo.

Pero, ¿dónde encontrar la parte más conmovedora de este hermoso y gozoso misterio, sino en el corazón del amado padre y de la amada madre, a quienes, después de Dios, debe Teresa gran parte de la gloria que le corresponde en este día, y que ellos mismos triunfan en la coronación de su amada hija?

En cuanto a ella, la pequeña reina y grandísima santa, objeto de tanto amor, mimada por la tierra y por el cielo, amada como creemos que nunca ha sido amada ninguna santa, no piensa reservarse ni su felicidad ni su gloria.

Quiere compartir su felicidad con nosotros. Y con qué amor baja su mirada hermosa y dulce hacia su amado Carmelo de Lisieux, que fue el campo cerrado donde obtuvo su victoria.

¡Con qué ternura os mira a vosotras, sobre todo a vosotras que fuisteis dos veces sus hermanas y que, después de haberla ayudado a santificarse, contribuisteis tanto a hacerla gloriosa!

¿Qué os está diciendo, mis veneradas Madres y Hermanas? Ese es su secreto y el vuestro. Pero ¿me equivoco al pensar que os está recordando deliciosamente una de esas asombrosas profecías que Dios seguramente le inspiró al final de su vida: «¡Ah, lo sé bien -dijo entonces-, todo el mundo me amará! En verdad, ninguna palabra profética se ha cumplido mejor. Y eso, ¿no es verdad?, es lo que os llena de una alegría indecible. Sí, ¡qué alegría para vosotras, pero también para todos nosotros, ver a nuestra querida santita tan querida por el cielo y por la tierra!

Pero ella no quiere guardar para sí su gloria, como tampoco quiere guardar su felicidad. Se apresuró a devolvérsela a Dios, que se la había dado. Y, en esta hora en que la Iglesia de la tierra y el cielo le prodigan sus alabanzas y ternuras, me parece verla, de la mano y el corazón sobre el corazón de la Virgen María, que entona y canta con ella el cántico de gratitud:

“Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador”.

“Porque ha mirado la humildad de su esclava, todas las generaciones me proclamarán bienaventurada”.

“El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas y su misericordia se extiende de generación en generación”.

“Ha mostrado el poder de su brazo... Exalta a los humildes y colma de bienes a los hambrientos” (1)

Y ahora, al cantar estas hermosas palabras, la humilde Teresa acaba de darnos el secreto de su triunfo.

Ella es tan grande sólo porque el Todopoderoso hizo grandes cosas en ella, y las hizo sólo porque miró con amor la humildad de esta pequeña criatura.

Repito: hoy asistimos al triunfo de la humildad y al triunfo del amor.

Eso, y sólo eso, es la explicación de tanta gloria. Porque la causa es siempre proporcional al efecto y grande como él. Pero aquí el efecto, y me refiero a la gloria, es inmenso. Y cuando examino la vida de santa Teresa del Niño Jesús, sólo encuentro dos cosas que estén a la altura de esta inmensidad: su humildad y su amor. Porque, por una parte, se rebajó hasta los límites de la humildad y, por otra, sus ardientes deseos parecían sumergirla en un abismo de amor sin límites.

La canonización de santa Teresa del Niño Jesús, el triunfo de su humildad y también el triunfo del amor: esto, hermanos míos, es lo que me complazco en demostraros, para su propia gloria, pero también para la de Jesucristo, que hoy triunfa en ella. Y para demostrároslo, me bastará, yo lo espero, explicaros cómo se cumplieron en la humilde virgen las palabras de San Pablo sobre el Esposo de las vírgenes: “«Se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre”.

 

I

 

Conocéis, hermanos, parte del estupor que ha causado en el mundo ver la conmovedora veneración que el mundo cristiano ha dedicado a la «pequeña Teresa» y ver esta pequeña alma solemnemente glorificada hoy por la Iglesia. Pero –ha dicho- ¿qué hizo ella para conseguirlo?

La respuesta es muy sencilla: se humilló.

Hizo lo que había hecho antes que ella Jesucristo, cuyos pasos en la tierra fueron de humildad y de marcha constante hacia la aniquilación. El vientre de María, Belén, Nazaret, el Pretorio, el Calvario, el Tabernáculo... ¡qué etapas! En realidad, parece como si Dios sólo se hubiera hecho hombre para ocultarse.

Después de Jesús, con Él y como Él, María, cuya humildad era tan profunda que, según el testimonio de uno de sus más grandes servidores (2), no tuvo atracción más poderosa y continua que la de ocultarse de sí misma y de toda criatura, para ser conocida sólo por Dios.

Con María y como ella, todos los santos han amado, deseado y buscado la humillación. Aniquilarse a sus propios ojos y a la estima del mundo ha sido siempre una necesidad de sus corazones y les ha parecido siempre un medio infalible para encontrar a Dios y unirse a Él. A nuestra querida santa le gustaba citar a este propósito las conocidas palabras de su Padre, San Juan de la Cruz:

“Al rebajarme tanto, tanto

me elevé tanto, tan alto

Que pude alcanzar mi meta”.

Esta es, por lo demás, la ley establecida por Dios mismo en el punto de partida de toda ascensión sublime: “El que se humilla será ensalzado” (3). ¿Quieres subir? Si quieres llegar a lo más alto, desciende a lo más bajo.

Hoy vemos una maravillosa aplicación de este principio en el triunfo de nuestra santa. Dios la eleva porque ella se ha rebajado; la eleva más que a muchos otros porque ella siempre se ha puesto por debajo de los demás.

“Cuando te inviten a las bodas -aconsejaba Jesús-, no te pongas en primer lugar, sino en el último... y el dueño de la casa tal vez se acerque a ti y, tomándote de la mano, te diga: ‘¡Amigo mío, sube más arriba!’ Y así serás honrado a los ojos de todos los presentes”.

Invitada como tantos otros, como todos nosotros, al banquete de las bodas eternas, Teresa eligió resueltamente el último lugar y, una vez sentada allí, sólo buscó desaparecer y ser olvidada.

Y hoy, en presencia de toda la Iglesia, militante y triunfante, el Padre de familia viene a buscar a la humilde niña y, tomándola como de la mano, él mismo la conduce en medio de la asamblea de los santos, y allí, con el aplauso de los unidos, la corona de gloria.

Además, al hacerlo, no hace por su amada hija más que lo que había hecho por su hijo Jesús el día de su Ascensión. Fue porque Jesús se había humillado por lo que su Padre lo resucitó y le dio un nombre sobre todo nombre.

Y así, hermanos míos, en cada uno de sus santos, es Jesucristo quien revive y quien, íntimamente unido a sus almas, reemprende en su provecho, con ellos y en ellos, este sorprendente viaje hacia la gloria por el camino de la humillación, por este misterioso sendero que parte del pesebre y pasa por el Calvario para terminar en el cielo.

Es él quien no sólo les inspira el deseo de aniquilarse, sino que se aniquila espiritualmente con ellos, y esto es lo que da a su abajamiento voluntario una virtud divina que servirá un día para glorificarlos.

En el caso de santa Teresa del Niño Jesús, esto es particularmente notable, pues sus humillaciones están estrechamente vinculadas a las de Jesucristo.

Si se humilla, si se esconde, es por amor a Él; es para agradarle y parecerse a Él. A ella le gustaba decirle:

“Amado mío, tu ejemplo me invita a humillarme, a despreciar el honor. Para ganarte, quiero permanecer pequeña; Olvidándome de mí misma encantaré tu corazón” (4).

Nada, por otra parte, es más conmovedor que esta colaboración entre Dios y su criatura, entre Jesús y Teresa en este pequeño camino de la humildad.

Fue él quien empezó y le enseñó: «Como yo era pequeña y débil -nos confió-, Jesús me enseñó suavemente sus secretos de amor”.

¿Y cuáles eran esos secretos? ¿Qué podía confiar el altísimo, infinitamente poderoso y sabio Dios a esta pequeña criatura?

Le estaba enseñando una ciencia que muchos de nosotros desconocemos. Le estaba enseñando en qué consiste la verdadera gloria. “Él -dijo ella-, cuyo reino no es de este mundo, me enseñó que la única realeza envidiable consiste en querer ser ignorada y tenida por nada, en gozar despreciándose a sí misma”.

Nunca una lección fue más amorosamente recibida ni más estrictamente obedecida: “Como el de Jesús -nos dice-, quise ocultar mi rostro a todas las miradas; quise que nadie en la tierra me reconociera. Deseaba sufrir y ser olvidada”.

Hermanos, os ruego que prestéis mucha atención a este punto, que no siempre se tiene suficientemente en cuenta cuando se habla o se escribe sobre la santa.

Por supuesto, su amor, su confianza en Dios, su abandono en la Providencia y su generosidad nunca serán suficientemente alabados. Pero el fondo de su santidad o, si se quiere, el terreno en el que germinan y crecen todas las virtudes, incluido el amor, es ese profundo valle de humildad al que ella se esforzaba continuamente por descender para ocultarse a la mirada de todas las criaturas.

Recordemos lo que dijo un día, cuando acababa de citar la famosa profecía de Isaías sobre el Mesías ultrajado: “No tenía belleza ni resplandor; su rostro estaba como oculto; lo vimos y no lo reconocimos”. Y añadió: “Estas palabras han constituido la base de mi devoción a la Santa Faz, o mejor dicho, la base de toda mi piedad. Yo también quería ser, como Jesús, sin resplandor, sin belleza, desconocida de todas las criaturas”.

Habéis oído, hermanos míos, acabáis de aprender de ella que la esencia de su piedad consistía en ocultarse y desaparecer bajo el velo del olvido, como la belleza divina de Jesús desaparecía bajo las humillaciones de su Rostro adorable.

Qué lección para nosotros, si sabemos comprenderla. ¡Qué lección! ¡Y qué estímulo! Que no se diga más que la santidad es inaccesible. Santa Teresa de Lisieux demuestra que está al alcance de los más débiles. Según ella, la perfección no consiste en pensamientos sublimes, ni en grandes obras, ni en nada fuera de lo común. Para llegar a ser santo, basta con humillarse, rebajarse lo más posible a los propios ojos, amar igualmente ser ignorado por las criaturas y no contar para nada. ¿Quién puede decir que esto es imposible?

Y todo está ahí. Y cuanto más hagas esto, más santo serás. Difícilmente obtendríais otro resultado aparente; nunca veríais vuestros esfuerzos coronados por el pleno éxito en la tierra; tendríais que arar y sembrar toda vuestra vida sin recoger ningún fruto aquí abajo; lucharíais cada día contra vuestros defectos sin conseguir superarlos del todo; si siempre os esforzáis por alcanzar la perfección y aun así os veis imperfectos, no importa, o mejor dicho, tanto mejor y alegraos si es así, porque si la visión de vuestras imperfecciones e impotencias tiene el efecto de haceros más pacífica y gozosamente humildes, eso es suficiente y, a la hora fijada por Dios, Él mismo os hará santos. Porque siempre somos santos en la medida en que somos humildes.

Santa Teresa del Niño Jesús había comprendido así la humildad del corazón; y porque conocía todas sus ventajas, le gustaba tanto humillarse y esconderse de las miradas de las criaturas.

Conocéis su oración: “«Oh Jesús, que nadie se ocupe de mí; que yo sea pisoteada, olvidada como un grano de arena”».

Su ardiente deseo: “Todo lo que quiero es ser olvidada; no despreciada ni insultada, eso sería demasiado glorioso para un grano de arena; porque si un grano de arena fuera despreciado, sería visto y pensado”.

Y ya sabéis que aprovechó su alegría: “¡Qué felicidad -dijo- estar tan bien que nadie piense en ti; ser desconocido incluso para la gente que vive con nosotros!”.

Es así que avanzaba, silenciosamente, por el camino de la humildad, velando con una sonrisa sus obras más dolorosas, sus incesantes sacrificios y sus frecuentes sufrimientos del cuerpo y del alma, sin querer que nadie los conociera, ni siquiera que los sospechara, y cultivando con celoso esmero en el jardín de su corazón y sólo para el gozo de Jesús “esta flor desconocida cuyo perfume sólo se exhala desde el cielo”.

Lo consiguió tan bien que, a los ojos de la mayoría de la gente, era vista como una monja ordinaria, sin nada sobresaliente desde el punto de vista de la virtud, ya que se veía que no se esforzaba en practicarla, ni desde el punto de vista del sufrimiento, ya que, aunque sufría casi todo el tiempo, sus sufrimientos no se notaban. Era tan alegre que se diría que bebía cada día un exquisito brebaje de la copa de la vida, aunque la copa estuviera llena de amargura. Y así fue como la mujer que se convertiría en la más popular de las santas contemporáneas, al ver la historia de su vida difundida en cientos de miles de ejemplares, pudo, poco antes de morir, oír desde su enfermería el veredicto que vosotros conocéis y que la llenó de alegría: “Ciertamente, nuestra pequeña hermana Teresa del Niño Jesús no ha hecho nada que valga la pena de ser contado”.

 

II

 

Como veis, hermanos míos, nuestra querida santa siguió el mismo camino que Jesús. Como él, se abajó, se escondió, se aniquiló.

Pero, ¿qué hacía en el fondo de su anonadamiento? En aquel profundo valle de humildad donde había establecido su morada, ¿cuál era su ocupación? No tenía otra ocupación que amar, lo que no significa que no hiciera otras cosas, sino que las reconducía todas al amor.

Trabajó, rezó y se sacrificó por amor. Sufría por amor cuando había dolor, y cuando había alegría, hacía lo mismo para disfrutar por amor.

Sin aspirar a nada extraordinario, trataba simplemente de complacer a Dios en todas sus acciones, contentándose con arrancar y ofrecerle las flores de amor y sacrificio que el curso ordinario de la vida traía a sus manos.

En esto, y en su humildad, fue la fiel imitadora de Jesús, cuya entera ocupación interior durante los días de su vida mortal fue agradar a su Padre. “Quæ placita sunt ei facio Semper” (5).

Y como sólo podemos agradar a Dios haciendo su voluntad, en el alma santa de Jesús la voluntad divina era tan amada que hacerla era su alimento y su vida. El alma de Jesús vivía de la obediencia a su Padre.

Así fue como Santa Teresa del Niño Jesús se apasionó de amor por la santa voluntad de Dios.

Hacerlo costara lo que costase, y con tanto más amor cuanto más costase; hacerlo en la renuncia cada día y en cada momento, hacerlo en medio de la negligencia y del sufrimiento como en medio de la alegría, y con mayor contento aun cuando el sufrimiento se unía; encontrar incluso entonces, encontrar siempre deliciosa la parte que el buen Dios da, ¡eso es lo que nuestra santa no cesaba de hacer! Pero actuar así, ¿no es caminar continuamente contra los gustos y atractivos de la naturaleza? ¿No es condenarse a una muerte incesante, la verdadera muerte de cruz, puesto que es fruto de una inmolación continua?

Se puede ser crucificado sin yacer en una cruz de madera, y el martirio no tiene que ser sangriento para ser verdadero martirio. El martirio del amor no es inferior al de la sangre, y sin duda no hay menos mérito en inmolarse para toda la vida que en estirar el cuello un instante a la espada del verdugo.

De esta muerte espiritual murió Santa Teresa del Niño Jesús, o mejor dicho, vivió aquí abajo. La muerte a sí misma estaba en el fondo de todos sus sacrificios, renuncias, olvido de sí misma, caridad y celo. Su vida de amor fue una muerte constante a todo lo que halagaba la naturaleza y los sentidos.

Esto no debe olvidarse, y era necesario recordarlo en este gran día de su triunfo, y en esta ocasión más que en ninguna otra, porque en esta inmolación cumplida por amor en la obediencia y en medio de la humildad, se encuentra, para Teresa como para Cristo, el principio y la causa del triunfo más sublime: “Humiliavit semetipsum... factus obediens.... Propter quod et Deus exaltavit illum”. Se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y la muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre.

He aquí, pues, como el amor, unido a la humildad, inició el triunfo de nuestra gloriosa santa. Y he aquí ahora cómo lo ha consumado.

Sólo Dios es grande, y no hay verdadera grandeza para el hombre sino en su unión con Dios por medio de Cristo. Porque Cristo es el camino hacia Dios.

Pero no cualquiera puede venir a Jesús. “Nadie -dice este dulce Salvador- puede venir a mí si mi Padre no le atrae” (6).

Esta llamada de Dios supone una elección, y esta elección supone amor. Porque el Señor, en su misericordia, llama a quien quiere.

Y sabemos cuáles son sus preferencias. No son por los grandes ni por los orgullosos, sino por los pequeños y los débiles, y todas sus predilecciones son por la humildad. “Lo que gana su favor no es la grandeza de un alma, sino la grandeza de su desprecio de sí misma y su profunda humildad”, dice San Juan de la Cruz. Lo mismo sabíamos por nuestros Libros Sagrados. “Humilia respicit... Respexit humilitatem” (7)».

Y esto es lo que le valió a Santa Teresa del Niño Jesús la primera mirada de amor del buen Dios, y por lo que nunca dejó de amarla y de complacerse en ella: «Lo que agrada a Jesús en mi pequeña alma, confesaba ella en su admirable simplicidad, es verme amar mi pequeñez”.

Dios, viéndola tan pequeña y tan alegre de su nada, la amó. Y la amó antes mismo de que su corazón comenzara a latir y en previsión del amor que un día ella tendría por la humildad.

La amó creándola, y aún más regenerándola; porque los tesoros de gracia con que la enriqueció en el bautismo superan con mucho los grandes dones de la naturaleza que le había prodigado al nacer.

Dios la amó. Y porque la amaba, no contento con enriquecerla, la llamó.

Esta llamada divina consistió en un deseo muy ardiente y en una inmensa necesidad de amor que Él puso en su corazón desde el primer despertar de su razón. Ella lo confesó felizmente en el atardecer de su corta vida: “Tu amor, oh Dios mío, me previno desde mi infancia. Ha crecido conmigo, y ahora es un abismo cuya profundidad no puedo comprender”.

Porque el abismo es inmenso. Escuchadla más bien: “¡Jesús, yo quisiera tanto amarlo! ¡Amarlo como jamás ha sido amado!

Escuchadla de nuevo: “Oh Jesús, todo lo que te pido es Amor, pero Amor sin límites ni fronteras”.

Todas sus esperanzas y ambiciones se concentraban en este amor: “No tengo otro deseo que amar a Jesús con locura”. Pero, ¡qué deseo! Va más allá de los límites del espacio y del tiempo. ¿No le gustaría amar por todos los que no aman, ganarlos a todos al amor de Jesucristo, haber ejercido siempre esta misión y seguir ejerciéndola en todas las partes del mundo hasta el fin de los siglos?

Ahora bien, ¿qué es todo eso, hermanos? ¿Llamados de Teresa al corazón de Dios? Sí, pero también previamente llamados que el corazón de Dios ha hecho escuchar al corazón de Teresa.

Ella lo puede sentir. Se da perfecta cuenta de que no son sueños vanos, sino movimientos divinos que el Espíritu de amor, que vive en ella, imprime en lo más íntimo de su alma y que no le daría deseos tan grandes si no quisiera realizarlos. Ella sabe que cuanto más Dios quiere dar, más la hace desear. Y tiene el presentimiento, mejor que eso, la certeza de que “el Señor hará por ella maravillas que superarán infinitamente sus inmensos deseos”.

Así que su confianza es ilimitada, como lo es su amor. Y esta confianza admirable, invencible, tan grandiosa como la bondad divina, es Dios que vive en ella quien la atrae hacia sí para unirla más poderosa e íntimamente. Es Dios quien la atrae para elevarla a su altura divina.

No sé, hermanos, si me explico con claridad. Pero cuando pienso en Teresa y en Dios, tengo la impresión de un Rey infinitamente poderoso y rico que, enamorado de una pobre niña, la más pequeña de sus súbditas, sueña con hacerla reina. Pero no quiere tenerla por la fuerza, sino libremente, por amor. Para ello, hace todo lo posible por ganarse su amistad y no escatima nada para inspirarle amor y confianza. Condesciende, va hacia ella y, cuando la ha alcanzado, la toma de la mano y la lleva consigo a su palacio para coronarla y hacerla su reina.

¿No es eso lo que hizo Dios por la humilde Teresa? No contento con prodigarle las pruebas más conmovedoras de su bondad y de su ternura, se hizo Padre con ella; le inspiró sentimientos de niño. Le tendió los brazos. Le sonrió. La invitó a venir.

Y ella vino, y se arrojó en los brazos divinos que le tendían la mano. Se entregó en un gesto de total abandono filial. Dijo a su Padre: Haz de mí lo que quieras.

Y Él, viéndola sin voluntad propia, sin otro deseo que el de amarle y deleitarle, una niña pequeña, confiada y amorosa, totalmente entregada a su beneplácito, la estrechó contra su corazón y, como un águila que apresa a su presa, la llevó a través del espacio, hacia el abismo insondable del Amor eterno.

Así la elevó. Y desde esa altura sublime donde la colocó, nos la muestra hoy, toda resplandeciente de gloria y ardiente de amor.

Et exaltavit illum. Él la ha exaltado. La ha glorificado.

Et donavit illi nomen quod est super omne nomen. Y como a Jesús, le dio un nombre sobre todo nombre.

Comprendedme, hermanos. No quiero hacer aquí una comparación inapropiada. Sé la diferencia que hay entre el nombre de Jesús y el de los más grandes santos. Pero no exagero cuando digo que Dios dio a nuestra gloriosa santa un nombre sobre todos los nombres.

Porque no la llamó Genio, ni Ciencia, ni Poder, ni Gloria. ¡La llamó Amor!

“Mi vocación, por fin la he encontrado -exclamó un día una inspirada Teresa-; mi vocación es el amor. En el corazón de la Iglesia, madre mía, ¡yo seré el Amor!”.

¿No es el amor lo más sublime y el más grande de los nombres? Es el nombre mismo de Dios y es Dios mismo: Deus caritas est (8).

Teresa se convirtió así, por participación, en lo que Dios es por naturaleza.

En la tierra, sólo sabía una cosa: amar. En el cielo, sólo deseaba una cosa: amar; amar y volver a la tierra para hacer amar.

El amor fue y será su vida eterna. Amor es y será siempre su nombre.

¿No tenía yo razón al deciros que Dios, al glorificarla, le dio un nombre sobre todos los nombres? Major autem horum est caritas (9).

 

* **

 

Hermanos, es hora de concluir.

Santa Teresa del Niño Jesús, estrella resplandeciente en el firmamento de la Iglesia, ha alcanzado su cenit y derrama hoy su luz y su calor sobre el mundo cristiano. La luz más suave y pura que descansa mientras ilumina; el calor más suave y penetrante que dilata las almas mientras las calienta.

Nos muestra el camino que conduce a la gloria. Nos enseña que, según una de las maravillosas paradojas del Evangelio, hay que renunciar a ella para alcanzarla, y que nos elevamos abajándonos.

Para alcanzar la gloria, Teresa empezó por rehuirla.

Lo hizo mejor. Confió todo el cuidado de su gloria a Jesús.

“La gloria de mi Jesús -decía- es toda mi ambición. A él le confío la mía”.

¡Oh maravillosa sabiduría, admirable prudencia! “Cuida de mis intereses -dijo Nuestro Señor a uno de sus más grandes servidores- y yo cuidaré de los tuyos”.

Teresa también tomó en sus manos los intereses de Jesús, y Jesús tomó en sus manos los intereses de Teresa.

Ya que ella no quería gloria personal para sí misma, él le inspiró no querer otra cosa que “¡la que le brotaría de la frente de la Iglesia, su Madre!”.

Y he aquí hoy la efusión espléndida, incomparable.

Jesús, por mano de su Vicario, deposita la corona de las Vírgenes en la frente de Teresa.

La Iglesia del cielo exulta; la Iglesia de la tierra aplaude.

Los ángeles, los santos, los fieles, todos se unen para glorificarla.

No sólo la alaban. Todos la aman. Es una efusión universal, no sólo de gloria, sino de amor.

Porque es verdad que todo el mundo la ama.

Y será su propia gloria por toda la eternidad, ella que tanto amó, ser siempre amada, y, en el corazón de la Iglesia del cielo como en el corazón de la Iglesia de la tierra, ser y permanecer siempre: ¡el Amor!

Que así sea.

 

 

Notas:

(1)   Magnificat, Luc.46-52).

(2)  El Bienaventurado de Montfort en su Tratado de la verdadera devoción.

(3)  Luc. XVIII, 14.

(4)  J’ai soif d’amour.

(5)  Jn. VIII, 29.

(6)  Jn. VI, 44.

(7)  Ps. 112,6.- Luc. I, 48.

(8) I Jn. IV, 16.

(9)  Cor. XIII, 13.

  

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