Celebración eucarística
en honor de
SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS
BENEDICTUS DEUS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD PIO XI
Domingo, 17 de mayo de 1925
Venerables Hermanos, amados Hijos,
“Bendito
sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios
de toda consolación” [1], que, entre las muchas solicitudes del oficio
apostólico, nos ha concedido este consuelo, es decir, ser los primeros en
inscribir en el padrón de los Santos a aquella Virgen que también nosotros,
después del comienzo del Pontificado, elevamos al honor de los Beatos. Se trata
de aquella que se hizo niña en espíritu: de aquella infancia que no puede
separarse de la grandeza de alma, pero cuya gloria, según las mismas promesas
de Jesucristo, es absolutamente digna de ser consagrada en la Jerusalén
celestial y con la Iglesia militante.
Igualmente estamos agradecidos a Dios por
habernos permitido hoy, como Vicario de su Hijo Unigénito, repetir e inculcar a
todos vosotros, desde esta Cátedra de la verdad y durante los ritos solemnes,
una advertencia muy saludable del divino Maestro. Habiéndole preguntado los
discípulos a quién consideraba el más grande en el reino de los cielos,
«llamando a un niño, lo puso en medio de ellos» y pronunció aquellas memorables
palabras: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos”[2].
Teresa, la nueva santa, habiendo absorbido
vivamente esta doctrina evangélica, la tradujo a la práctica de la vida diaria;
en efecto, con la palabra y el ejemplo enseñó a las novicias de su monasterio
este camino de infancia espiritual, y a todos los demás por medio de sus
escritos: escritos que, difundidos por todo el mundo, nadie lee sin querer
releerlos una y otra vez, con la mayor alegría del alma y con provecho. En
efecto, esta cándida muchacha, que floreció en el huerto cerrado del Carmelo, habiendo
añadido a su propio nombre el del Niño Jesús, expresó en sí misma la imagen del
Niño Jesús; por eso hay que decir que quien venera a Teresa, venera y alaba el
ejemplo divino, que ella copió en sí misma.
Hoy, pues, esperamos que en el alma de los fieles
haya un cierto deseo de practicar esta infancia espiritual, que consiste en
esto: en que todo lo que el niño piensa y hace por naturaleza, lo pensemos y
hagamos también nosotros por el ejercicio de la virtud. Porque así como los
niños, no manchados por ninguna culpa y prevenidos de todo esfuerzo pasional,
descansan seguros en la posesión de su propia inocencia (y privados en absoluto
de todo engaño y doblez expresan sinceramente sus pensamientos y obran
rectamente mostrándose exteriormente como son de hecho), así Teresa apareció
más angélica por naturaleza que humana, y adquirió la simplicidad del niño,
según las leyes de la verdad y de la justicia.
Porque en la memoria de la virgen de Lisieux
estaban bien impresas las invitaciones y las promesas del Esposo divino: “El
que es pequeño, venga a mí” [3]. “Te llevaré en mi pecho y te acariciaré en mis
rodillas. Como una madre acaricia a alguien, así te consolaré yo” [4], así
Teresa, consciente de su propia fragilidad, se encomendó confiadamente a la
divina Providencia para que, apoyándose únicamente en su ayuda, pudiera
alcanzar la perfecta santidad de vida, incluso a través de duras dificultades,
habiendo decidido luchar por ella con la abdicación total y gozosa de su propia
voluntad.
No es de extrañar, pues, que en la santa hermana
se cumpliera lo que Cristo dijo: “Quien se haga tan pequeño como este niño será
el más grande en el reino de los cielos” [5]. En efecto, complació a la
benevolencia divina enriquecerla con el don de una sabiduría casi singular. Habiendo
sacado en gran parte la verdadera doctrina de la fe de la instrucción del Catecismo, la ascética del libro de oro
de la Imitación de Cristo y la
mística de los volúmenes de su Padre Juan de la Cruz, alimentando su mente y su
corazón en la lectura asidua de las Sagradas
Escrituras, el Espíritu de la verdad le comunicó y le manifestó lo que
suele ocultar “a los sabios y prudentes” y revelar “a los pequeños”; de hecho,
ella -según el testimonio de Nuestro Predecesor- estaba dotada de tal
conocimiento de las cosas celestiales como para mostrar a otros el camino
seguro hacia la salvación. Y de esta participación de la luz divina y de la
gracia divina, ardía en Teresa un fuego de caridad tan grande que, llevándola
continuamente casi fuera de su cuerpo, acabó por consumirla, hasta el punto de
que, poco antes de dejar la vida, pudo declarar cándidamente que “no había dado
a Dios más que amor”. También parece que, debido a esta fuerza de ardiente
caridad, existía en la joven de Lisieux la intención y el compromiso de “trabajar
por amor a Jesús, únicamente para agradarle, consolar a su Sacratísimo Corazón
y promover la salvación eterna de las almas, que entonces amarían a Cristo para
siempre”. Que esto comenzó a hacer y a conseguir tan pronto como llegó a la patria
celestial, se comprende fácilmente por aquella mística lluvia de rosas, que por
concesión divina, como ingenuamente había prometido en vida, ya esparció en la
tierra y sigue esparciendo.
Por eso, Venerables Hermanos y amados Hijos,
deseamos encarecidamente que todos los cristianos se hagan dignos de participar
de esta amplísima efusión de gracias, auspiciada por la pequeña Teresa; pero
mucho más deseamos que la miren con diligencia para imitarla, comportándose
como niños pequeños, pues si no son tales, según dice Cristo, quedarán
excluidos del reino de los cielos. Si este camino de infancia espiritual es
recorrido por todos, todos verán con qué facilidad puede realizarse esa
corrección de la sociedad humana que Nos hemos propuesto desde el comienzo de Nuestro
Pontificado, y especialmente con la proclamación del Gran Jubileo.
Por eso, hagamos nuestra aquella oración con
la que la nueva Santa Teresita del Niño Jesús concluía su preciosa
autobiografía: “Te suplicamos, oh buen Jesús, que mires el gran número de almas
pequeñas y elijas para Ti en la tierra una legión de víctimas, dignas de Tu
caridad”. Así sea.
[1] Ep. II ad Cor., I, 3.
[2] Mateo, XVIII, 2-3.
[3] Prov. IX, 4.
[4] Is., LXVI, 12-13.
[5] Mateo, XVIII, 4.