La esperanza rusa
Por JUAN MANUEL DE PRADA
15/11/2015
Escribía
Chesterton que la ortodoxia es la única forma de heterodoxia que nuestra época
no admite. Y tenía razón. Durante los ya más de veinte años que llevo
polemizando en periódicos he comprobado que el enjambre de disidencias que el
mundo cobija y propicia son, en realidad, cebos (¡y placebos!) que se arrojan a
las masas para alimentar la demogresca. Liberales y socialdemócratas,
conservadores y progresistas, mantienen un rifirrafe banal, una disensión
meramente ‘procedimental’ que encubre un acuerdo en lo fundamental; pues, a la
postre, todos ellos postulan un mundo sustentado sobre los mismos cimientos y
sostenido por las mismas estructuras, aunque disputen histriónicamente sobre
los adornos de la fachada. La única disidencia fundamental que nuestra época no
admite es la postulación de un orden cristiano, pues como afirmaba también
Chesterton hay en él una dinamita capaz de renovar el mundo en cualquier época.
Quien se atreve a postular ese orden cristiano (quien se atreve a ejercer la
única disidencia radical que nuestra época no tolera) se tropieza de inmediato
con los vituperios mancomunados de liberales, socialdemócratas, conservadores y
progresistas, que sirven todos al mismo amo. Algunos ya hemos criado callo (y
espolones), de tanto recibir vituperios; y en la tribulación nos consolamos con
aquella formidable promesa que se nos lanzó desde una montaña: «Bienaventurados
seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa
será grande en los cielos».
En efecto,
todas las trifulcas que las ideologías en liza escenifican son aspavientos que
el sistema necesita para mantener distraídas a las masas; y la gasolina que
alimenta todas las ideologías (de forma más o menos solapada o explícita) es el
odio teológico contra el orden cristiano. Siempre que mis artículos sobre
cuestiones políticas han provocado reacciones furibundas he descubierto entre
las babas y espumarajos odio teológico, tal vez porque como señalaba Donoso
Cortés en toda cuestión política subyace siempre una cuestión teológica.
Confesaré, sin embargo, que hubo una ocasión en que creí ingenuamente que esta
regla de oro se quebraba. Fue cuando empecé a defender la posición de Rusia en
el concierto mundial, cuando empecé a ponderar los esfuerzos restauradores de
una nación que había padecido la experiencia abismal del comunismo, cuando
empecé a aplaudir que Rusia se erigiese como una muralla contra las
pretensiones mundialistas, cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo ruso
por oponerse a la decadencia occidental. Sorprendentemente, los denuestos me
llegaban tanto del negociado de derechas como del negociado de izquierdas;
aunque he de confesar que los más alucinados procedían de ámbitos neocones,
desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de los rusos (¡cree el ladrón
que todos son de su condición!), o de concebir el paraíso como un inmenso gulag
con un pope confesor del KGB en cada barracón y misa militarizada. Recuerdo que
fueron estos improperios tan delirantes los que me pusieron en guardia. «Sin
duda pensé entonces, aquí también se respira el perfume azufroso del odio
teológico».
Por aquellas
mismas fechas andaba yo releyendo Los hermanos Karamazov,
la obra maestra de Dostoievski. Y me tropecé entonces con una aseveración que
el autor pone en boca de uno de sus personajes, el asceta Paisius: «Ciertas
teorías afirman que la Iglesia debe convertirse, regenerándose, en Estado,
dejándose absorber por él, después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de
la época, a la civilización. Si se niega a esto, la Iglesia sólo tendrá un
papel insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en
la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las esperanzas rusas, no es
la Iglesia la que debe transformarse en Estado, sino que es el Estado el que
debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más que una Iglesia».
Hasta aquel momento, había creído ingenuamente que los denuestos que recibía
por defender las posiciones de Rusia me los propinaban por la aversión que
Putin provoca tanto en el negociado progre (por sus leyes contra la propaganda
homosexualista) como en el negociado neocón (por su oposición al imperialismo
yanqui). Pero aquellas palabras de Dostoievski cambiaron por completo mi
percepción: entendí, de repente, que la aversión que profesaban a Putin desde
los negociados de izquierdas y derechas era una cortina de humo que escondía un
odio más profundo. Y ese odio, en su raíz última, era como siempre ocurre de
naturaleza religiosa.
Publicado
originalmente en ABC. 2015.11.15